El cinismo de los cínicos


Estos filósofos tenían una apariencia extraña. Sucios, descalzos, con barbas hirsutas, estaban cubiertos con tribôn, un abrigo de tela que se dobla en dos para afrontar los rigores del frío. Una bolsa donde meter todo lo que tienes: un poco de comida. Y el famoso bastón del errante que, en ocasiones, también puede servir para corregir o ahuyentar a los discípulos. Su modo de vida era el de los mendigos:

Sin ciudad, sin casa, privado de patria, 
Miserable, errante, viviendo al día”,

el cínico sabio no duda en suplicar, luciéndose sin pudor, como un perro que deambula por la calle. Siempre dispuesto a morder, derramar insultos o sarcasmos sobre quienes le hablan. Un espectáculo singular que causa sensación. La gente se reunía a su alrededor, pero aquellos que “obviamente se complacían en verlo insultar a los demás, temieron por sí mismos y se mantuvieron alejados de él” (Dion Crisóstomo, IX Discurso). Esta vida de perro callejero, esta ausencia de pudor, esta dureza -agria- no sólo despiertan curiosidad; causan escándalo. La franqueza (parresia) de los cínicos difícilmente se parece a la franqueza de Emilio que, según Rousseau, “habla poco” y “dice su opinión sin luchar contra la de nadie” (Emilio, IV). En su caso, se trata más bien de descaro y provocaciones que llegan hasta la mala educación. Ciertamente hay cierta valentía en esta audacia, y sabemos cómo el gran Alejandro se calentaba al sol. Pero la audacia fue tratada como un giro hacia un exceso no deseado y la medida de Diógenes solo esta completa cuando ya no se trata sólo de desprecio por los poderes, las costumbres, los usos y los decoros de la vida en sociedad, sino cuando llegamos al punto, como Onomaos, de “cubrir de blasfemia a los dioses mientras ladramos a todos” para ridiculizar lo que dicen los oráculos y lo que se cuenta en los mitos. Influido por esta indignación, el emperador Juliano, que acababa de escuchar las palabras de Heraclio el Cínico sobre el dios Helios, escribió de una vez, en dos días, un discurso en el que oponía la "grandeza de alma" de Diógenes a la “ignominia de las ignominias” de quienes ultrajan la ley divina. 

Entendemos que el comportamiento de los cínicos puede causar cierta perplejidad. Cuando Diógenes va a los juegos ístmicos, la multitud se divide: “algunos lo admiraban como al más sabio de los hombres, mientras que otros lo tomaban por un tonto; muchos lo despreciaban como a un mendigo o a un bribón, o se burlaban de él, o intentaban insultarlo groseramente arrojándole huesos a los pies como se haría con un perro; otros se acercaron a él y se aferraron a su abrigo, pero la mayoría de la gente no pudo soportarlo y se indignó con él”. (Dion Crisóstomo, IX Discurso). Del mismo modo, Diderot describe al sobrino de Rameau como "una mezcla de altivez y bajeza, de sentido común y sinrazón". ¿Qué deberíamos pensar? ¿Estamos ante una “disposición bestial del alma que niega toda belleza, toda honestidad, toda bondad”, como decía el emperador Juliano para denunciar los excesos de ciertos cínicos? ¿O hay algo de sabiduría en esta “vida errante, salvaje, parecida a la de las bestias” que evoca Luciano (¿de Samosata?) y de la que podemos leer el elogio en Dion Crisóstomo en el Décimo Discurso: “¿No ves cómo los animales y los pájaros llevan una vida mucho menos agitada que la del hombre y, de hecho, mucho más placentera? ¿No te parece que gozan de mejor salud, que son más vigorosos y que cada uno de ellos vive el mayor tiempo posible, aunque estén privados de manos o de inteligencia humana? Además, para compensar todo lo que les falta, tienen el mayor bien que existe: no poseen nada

Todo comienza con Antístenes el ateniense, discípulo de Sócrates, quien, según Diógenes Laercio, daba clases en el gimnasio Cynosarge, del que la Escuela tomó prestado su nombre. Aparte de los Discursos IV, VI, VIII al X de Dion Crisóstomo y VII y IX del emperador Juliano, que pueden considerarse tratados, sólo nos quedan apócrifos, extractos, fragmentos, fórmulas y anécdotas para darnos una idea de los temas cínicos. “El bien supremo consiste en vivir según la virtud”, este es el fin, el telos, y “la virtud es suficiente para procurar la felicidad, sin requerir más que la fuerza (ischus [1]) de un Sócrates” (Antístenes según Diógenes Laercio). Esta felicidad consiste en “autosuficiencia” y “apatía”: el hombre sabio “es autosuficiente” y está “libre de pasiones y problemas interiores” (Télés, VII). La virtud es propiedad de “almas viriles formadas según el modelo del noble Heracles” (Dion Crisóstomo, IV). Consiste en la “lucha contra el placer” responsable de la locura, la perversidad, la verdadera codicia, los males del alma, la ambición, la intemperancia, en fin, todos los vicios que son los verdaderos males del alma.

Estos temas se encuentran entre todos los socráticos, ya sean escépticos, epicúreos o cirenaicos, y particularmente entre los estoicos que, según la tradición, provienen de las enseñanzas de los cínicos. Sólo el énfasis en la virilidad, la fuerza y ​​la resistencia aporta una nota de originalidad que a veces ha llevado a algunos estudiosos a reconocer el voluntarismo[2]. Pero ciertos aspectos de la doctrina distinguen el cinismo de todas las demás sabidurías. La idea de que “el dolor es bueno” (Antístenes según Diógenes Laercio) ya es suficiente para enfrentar a los cínicos con los cirenaicos y los epicúreos. Esta idea debe estar relacionada con el tema del “atajo a la virtud” que ofrece el cinismo y por sí solo. Hay dos caminos para alcanzar la virtud. El cinismo pretende enseñarnos el camino más corto, más directo, que no es el más fácil, pero que no implica los "largos estudios" que Platón, por ejemplo, quiere imponer a los guardianes de la ciudad o a los que los estoicos consideran esencial para no ser “engañados” (lógica) y armonizar la naturaleza del hombre y la del universo “conociendo el modo en que se gobierna” (física). Por el contrario, los cínicos, según Diógenes Laercio, piensan que debemos “rechazar la lógica y la física, de acuerdo con Aristón de Quíos, y aplicar sólo la ética [...]. También rechazan la geometría, la música y otras ciencias.

Creen que su filosofía es “completamente natural y no requiere ningún estudio particular, es sólo elegir lo honesto por deseo de virtud y aversión al vicio; no hace falta abrir miles de volúmenes” (Juliano, IX Discurso), porque, decía Antístenes, “la virtud surge de las acciones, no necesita largos discursos ni conocimientos”. ¿Realmente necesitamos largas manifestaciones para reconocer que “lo bueno es bello, lo malo es feo” (Antístenes), y que son suficientes para llevarnos a una vida virtuosa? Hay una manera más directa de lograr esto que los cínicos llaman askésis: el ascetismo. Esto consiste ante todo en vivir en la pobreza. “La pobreza, según Diógenes, es para la filosofía una ayuda que no se aprende en los libros: lo que la filosofía intenta inculcar mediante discursos, la pobreza lo hace mediante hechos, obliga al espíritu a a hacerlo”, observa Stobée, y añade: “Diógenes sostenía que la pobreza es una virtud natural”. Esto puede interpretarse como una vuelta a la sencillez de la naturaleza o como una invitación a llevar una vida austera y frugal. Pero los cínicos quieren ir aún más lejos. Buscan la miseria total “privándose de todos los bienes”, como aprendió a hacer Diógenes observando un ratón y como nos recuerdan las últimas palabras de su epitafio: “No dejo nada bajo el sol”. Por tanto, el ascetismo adquiere otro significado. Se convierte en una formación que permite al sabio soportar las privaciones y conquistar mejor los placeres, hasta el punto de “ni siquiera saber que está por encima de los placeres” [3] (Juliano, IX Discurso). Este entrenamiento consiste sobre todo en ejercicios físicos para adquirir la resistencia y la robustez que nos permitan despreciar el lujo, no temer los reveses de la fortuna y "ayudar al cuerpo a soportar el frío del invierno y el hambre, o satisfacer alguna otra actividad natural". apetito” (Dion Crisósotom, Discurso de vida). Uno de los rasgos originales del cinismo reside en la afirmación de que “se puede pasar fácilmente del entrenamiento físico a la virtud” (Diógenes según Diógenes Laercio). Por lo tanto, este entrenamiento, a menudo comparado con el del atleta, sólo tiene sentido a través de su objetivo moral - la fuerza del alma - y no a través de la búsqueda infantil de hazañas en el juego. No se trata de entrenarse para competiciones atléticas sino de endurecerse y adquirir vigor y virilidad. El ascetismo presenta entonces otro aspecto. No consiste sólo en un “ascetismo del cuerpo”, es, más profundamente, un “ascetismo del alma”, para usar una distinción hecha por el propio Diógenes. La renuncia para luchar contra el placer y aprender a soportar la privación no tendría mucho sentido si no respondiera a un desprecio por los placeres. De hecho, no se trata sólo de renunciar a las comodidades superfluas que nos ofrece la vida civilizada. Sería entonces vivir lo más cerca posible de un estado de naturaleza similar al que Rousseau se esfuerza por concebir despojando al hombre "de todas esas inutilidades que creemos tan necesarias" para revelar la simplicidad "de la vida animal y salvaje" de una especie de cínico, desnudo, sin hogar, "autosuficiente", cuyas necesidades naturales y modestas están siempre satisfechas, y que, acostumbrado a una vida dura y entrenado hasta el cansancio, se forma un "temperamento robusto y casi inalterable". Antes de Rousseau, Dion Crisóstomo puso en tela de juicio al hombre sociable y a su modo de vida débil y afeminado, responsable de sus vicios y de sus miserias: “El ingenio del hombre, su capacidad para descubrir e inventar mil artificios para hacer la vida más fácil no han sido tan beneficioso para las generaciones siguientes. Porque en lugar de utilizarlo en beneficio del coraje y de la justicia, los hombres han puesto su genio al servicio del placer. Por eso buscan consuelo a toda costa, y su vida se vuelve cada vez menos placentera y más dolorosa, porque mientras parecen preocuparse por sí mismos, se arruinan de la manera más miserable, precisamente por un exceso de cuidados y preocupaciones. ..]. Esta es, me parece, la razón por la que el mito decía que Zeus había castigado a Prometeo por haber descubierto el fuego y haberlo entregado a los hombres: el fuego se convertiría para el hombre en la causa y el principio de su suavidad y de su sensualidad” (Discurso de Vida). Sin embargo, el salvaje en estado de naturaleza no es sabio. A este cínico le falta cinismo, es decir, la conciencia de que el placer es despreciable y debe ser despreciado. No basta con vivir en la miseria y ser insensible tanto al placer como al dolor, esta privación debe aparecer también como una denuncia del estado en el que nos ha puesto la búsqueda del placer. La “atuphia”, típicamente cínica, es ese “desprecio por las opiniones vanas” (Juliano, IX Discurso), desprecio por las convenciones y el decoro, que no es ni el altivo desprecio de los estoicos ni la soberana indiferencia de los escépticos, sino que es escarnio. y provocación. “Vivir según la naturaleza y no según las opiniones de la multitud” (Juliano, IX Discurso) significa, por tanto, que la lucha contra el placer es una lucha contra las opiniones de la multitud. No se trata sólo de desdeñarlas; deben ser burladas y denigradas. “Revaloriza tu moneda”, dijo Diógenes. Debemos depreciar la moneda actual y revaluar todo lo demás. El hombre sabio es “ataphos”, no sólo es simple y natural; no sólo ha disipado los “vapores del orgullo” y las ilusiones del placer, sino que no tiene vergüenza, es descarado y no tiene pudor. Sarcástico, estigmatiza, desprecia, profana todo lo que parece tener valor a los ojos de la multitud. Por tanto, la actitud cínica se puede caracterizar exactamente. Toda sabiduría apunta a la ataraxia; el estoico la encuentra en la apatheia, el epicúreo en la katastema, el escéptico en la adiaforia y el cínico en la atuphia.

Ahora nos gustaría saber por qué los cínicos se volvieron cínicos. Rodier [4] pensaba que el ejemplo de Sócrates había sido decisivo: “Lo que más admiraba Antístenes de Sócrates no era su enseñanza, sino su carácter. Le había seducido su serenidad, su resistencia, su desprecio por las convenciones”. Esta observación psicológica puede ser exacta, pero no nos explica por qué Antístenes y algunos otros podrían haberse dejado seducir por este aspecto de la personalidad de Sócrates. Nos parece, por el contrario, que una filosofía no puede explicarse psicológicamente, sino que se explica por la filosofía y nada más. El ejemplo de Sócrates no tiene nada que ver con la cuestión. Es cierto que Sócrates fue un ejemplo para sus discípulos. Pero no estamos hablando de simples discípulos. Estamos hablando de aquellos que, habiéndolo escuchado, le fueron infieles para ser fieles a su enseñanza y comprendieron el mandato último del Fedón: seguir el logos “como en una huella” (115 b), porque lo peor que puede pasar es verlo perderse y morir, y no ver morir a Sócrates (89 b). Así, “si me creéis, haced poco caso a Sócrates y mucho más a la verdad: si comprobáis que digo algo cierto, aceptad; de lo contrario, opónte a todas tus razones y cuida que mi celo no nos engañe a todos juntos, tú y yo, y que no me vaya, como la abeja, dejando en ti mi aguijón” (91 c)

Seguir el logos es cuestionar la realidad para decir estrictamente lo que es y que es, de modo que sólo debemos confiar en el logos y nada más para hacer la división entre lo que es y lo que parece ser. Sin embargo, según Diógenes Laercio, “Antístenes fue el primero en definir qué es un logos”; el término suele traducirse como “concepto”. Sostuvo que si queremos decir qué es una cosa, sólo podemos decir de ella su “enunciación propia” y nada más. Si, para decir qué es A, digo que A es esto o aquello -que A es B, por ejemplo- B debe ser lo mismo que A, de lo contrario, estoy diciendo que A es algo distinto de A. Cuando queremos para decir ser, sólo podemos enunciar una identidad, porque, si seguimos la línea recta del logos, es imposible decir algo distinto de sí mismo. Decir que A es esto o aquello es, a lo sumo, darle otro nombre a A y designar la misma cosa con otra palabra. Todo discurso nunca es más que onomatôn sumploké, “conjunto de nombres”, para usar una expresión de Hobbes en las objeciones a Descartes. Antístenes llegó a la conclusión de que, en el logos, no hay contradicción posible ni siquiera afirmaciones falsas. Vio también en ello una refutación de las ideas, porque una cosa es lo que es, en el sentido de que es idéntica a sí misma y nombrada por sí misma y no con referencia a un modelo distinto de ella misma. Veo claramente a Sócrates, de quien puedo decir que es Sócrates, pero no Hombre. Sabemos cómo Platón en el Sofista y Aristóteles en Metafísica intentan responder al argumento de Antístenes, uno para salvar la posibilidad de participación, el otro para salvar la de predicación.

La conexión entre esta lógica de la identidad, cercana al nominalismo, y la virtud de los cínicos es casi inmediata. De hecho, si los griegos querían basarse en el logos, no era para hablar de Sócrates, de un perro o de un caballo. Para ellos se trataba de elevarse a la consideración de lo justo y lo injusto. El argumento de Antístenes adquiere entonces toda su fuerza cuando a quien cita el verso de Eurípides: “¿Qué es una cosa vergonzosa, sino lo que le parece así a quien la usa?”, responde: “Lo que es vergonzoso es vergonzoso, te parezca lo que te parezca”. El relativismo de Protágoras - “lo que aparece a cada uno es la realidad” (Metafísica K, 6, 1062 b) - no puede hacer nada contra esta verdad que reside en una identidad. Por tanto, el cinismo no es una actitud psicológica que pueda atribuirse a la amargura del temperamento voluntarioso de Antístenes o Diógenes. Por ser una filosofía, el cinismo resulta de una relación con la verdad. Y si la verdad consiste siempre en una identidad, no hay nada más que decir al respecto que decirlo en sí mismo, pura y simplemente, tal como es, sin añadir nada que lo haga tolerable o convincente. Si A es A, ¿qué más podemos decir? Todo lo que tenemos que hacer es decirlo y lo hemos dicho todo. Esta es la libertad de lenguaje, lo más bello del mundo según Diógenes. Es esta misma relación con la verdad la que lleva al cínico a la miseria y la pobreza. Si, en efecto, el juicio, y en particular el juicio moral, es un juicio idéntico, si el bien soberano es exclusiva y rigurosamente virtud, que no puede ser otra cosa que lo que es la virtud estrictamente con exclusión de sí misma, entonces permanece. Buscar así la necesidad de la virtud es desprenderse del rigor de todo lo demás y encontrar en ese mismo desapego el bien soberano, aquello que es auténticamente bueno, justo y bello: la austeridad. Al negarse a identificar la virtud con los bienes externos a ella, la riqueza, la salud, los honores, la comodidad, etc., la meta suprema se convierte en la miseria y la austeridad. No importa si uno está vestido, decente, rico o poderoso, si todo eso no es virtud. El valor moral del hombre debe hacer abstracción de ello, y el hombre sólo tiene valor moral en esta abstracción[5]. La autarquía, "ser autosuficiente", sigue siendo sólo una manera de aferrarse a una identidad, de no depender de nada ni de nadie, de ser sólo uno mismo y de definirse por lo que somos. El “conócete a ti mismo” debe entenderse en este sentido: aprende lo que no necesitas y lo que no eres para ser sólo tú. De ahí el despojo y la búsqueda de la miseria que parecen un retorno al estado de naturaleza. Es cierto que se trata de conformarse a la naturaleza, pero, cínicamente, esto significa desnudarse y vivir en la miseria, porque el objetivo es la libertad ética de quien es “suficiente en sí mismo”. ¿Deberíamos entonces endurecernos para escapar de la necesidad y dejar de sentir hambre o frío esforzándonos por reducir las necesidades al mínimo? De ninguna manera. La indignidad es suficiencia perfecta porque consiste en obtener la satisfacción real y completa de la necesidad. No es tratando de escapar de la necesidad como logramos la autosuficiencia; es, por el contrario, sometiéndose a ella total y exclusivamente. El hambre es hambre; no es más que eso y no tiene nada que ver con la magnificencia de una comida, de platos refinados o de platería: “¿Quién tiene hambre de pasteles, quién tiene sed de vino de Quíos?”. Al reírse sólo de lo necesario y nada más, a Diógenes no le puede faltar nada y encuentra completa satisfacción ya que no necesita nada más. En resumen, el cínico identifica lo necesario y lo suficiente: “¿no es necesario lo que basta para las necesidades de todos?” (Luciano, de Samósata?). Lo menos que necesitamos comer es lo máximo que necesitamos; y por tanto es tener suficiente tener tan poco. Fijarse exactamente en la necesidad para que sea suficiente, tal es la regla de Diógenes a la que el sabio debe ser libre, como lo es el perro callejero que tiene ese poder de seguir siempre a la naturaleza, de no escapar nunca y satisfacerla en cualquier lugar, incluso en la calle.

El cinismo es un moralismo que exige un retorno a la simplicidad de la naturaleza, a la condición de autarquía. A diferencia del salvaje que, según Rousseau, ignora el vicio y la virtud y es totalmente libre sin sabiduría alguna, el cínico busca la virtud en la indigencia. Pero al tomar este “atajo”, inevitablemente entra en una dialéctica. No es tan fácil encontrar la simplicidad. La estricta necesidad de la necesidad no es fácil de seguir y, para estar satisfecho con ella, hay que ser capaz de encontrar lo necesario y saber ceñirse a ello. De ahí los tres momentos de cinismo.

En primer lugar, debemos aprender la sencillez, es decir, aprender a contentarnos con lo necesario, entrenándonos a soportar las privaciones con virilidad.

Luego, hay que saber discernir lo necesario de lo superfluo y buscar en todas partes lo que es suficiente, de lo que se puede prescindir y lo que no se necesita. ¿Para qué sirve un cuenco? Ya no encontraremos suficiente en lo que sólo es necesario, sino buscando eliminar lo que no es necesario y de lo que podemos prescindir.

Finalmente, y sobre todo, debemos seguir la verdad que nos exige distinguir lo que es de lo que parece ser y desafiar opiniones y convenciones. El cínico necesita una lucidez total, una atufia. Esta lucidez exige que lo que nunca se dice y muestra sea dicho y mostrado. Debemos razonar sobre todo y en todas partes, sin vergüenza. Y razonar no se trata tanto de probar algo sino de exponer la realidad, despojarla de opinión y afirmar sin rodeos y públicamente lo que es tal como es. Si no hay ningún daño en comer, ¿qué daño habría en comer la carne de cualquier animal? Y Diógenes, indiferente al disgusto que le provoca, no duda en comerse un pulpo crudo: “La carne, en efecto, no es menos carne, aunque esté mil veces cocida y aderezada con mil tipos de picadillo” (Juliano, IX Discurso). Incluso se dice que no le resultaba tan odioso comer carne humana, como les ocurre a los pueblos extranjeros.

Es a través de su relación con la verdad que el cínico se vuelve cínico. Y el símbolo de la verdad es la desnudez. La paradoja es que entre los cínicos esta desnudez se muestra sin vergüenza. “Por mucho que los hombres se estremezcan, la filosofía debe decirlo todo”. Hay cierta grandeza en la proclama de Sade, pero tal vez haya una contradicción, porque lo que hay que decir es precisamente lo que está debajo de todo discurso: A es A, como 2 y 2 son cuatro. La lucidez del cínico se apaga ante la realidad que revela y de la que precisamente no hay nada más que decir. “Diógenes pidió a Platón vino e higos; Platón le envió una tinaja llena. Entonces Diógenes le dijo: “Si te preguntáramos cuánto es dos más dos, ¿responderías veinte? No sabes dar exactamente lo que te piden, como tampoco respondes exactamente a la pregunta formulada. Y, dicho esto, le llamó hablador” (Diógenes Laercio)



Alain Chauve
Le cynisme des cyniques
Cahiers de Fontenay  Année 1993  13  pp. 77-84
Traducción: Yerko Isasmendi



1) Cf. Cicerón. De Orat, III, 17, 62:patientiam et duritiam in Socratis sermone maxime adamarat.
2) Véase, por ejemplo, Rodier, Conjecture sur le sens de la morale d'Antisthène (Année Philosophique, 1906), artículo reimpreso en Studies in Greek Philosophy (Vrin 1926). Véase también Festugière, Antisthenica (Rev. Sc. phil. theol., XXI, 1932), artículo reimpreso en Studies in Greek Philosophy (Vrin 1971).
3) En este punto, hay una diferencia entre el cínico y el estoico que quiere dar testimonio de sí mismo que ha conquistado los placeres (Cf. Epicteto, Manuel, XXXIV).
4) Rodier, op. cit. Ver nota 2.
5) Otra diferencia entre el cínico y el estoico. Admite que la virtud se define prescindiendo de los bienes externos, pero no admite que la virtud consista en despojarse de ellos. Los considera indiferentes o aptos para llevar una vida virtuosa.


Este artículo fue escrito a partir de reflexiones suscitadas por la lectura de dos libros.
- Los cínicos griegos, fragmentos y testimonios, de Léonce Paquet (Ediciones de la Universidad de Ottawa 1975). 
- Ascetismo cínico, comentario sobre Diógenes Laercio, VI, 70-71, por Marie-Odile Goulet-Cazé (Vrin 1986).

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