La Lámpara de Epicteto o la Elección Inalienable
Para los historiadores del siglo XIX, la figura de Sócrates constituyó una línea divisoria fundamental en la historia de la filosofía. Distinguieron, en relación con Sócrates, un antes y un después. De esta representación historiográfica surge un nombre común hoy en día como “filosofía presocrática”. Interpretaron toda la filosofía posterior en relación con Sócrates, presentado como el fundador de la moral. Distinguían entre los socráticos que no habían desarrollado un sistema completo (como los cínicos, cirenaicos, megáricos y escépticos) y los que sí lo habían hecho (como Platón, Aristóteles, Epicuro, los estoicos y representantes de la Nueva Academia). En particular, concebían las escuelas que hoy y desde Droysen llaman "helenísticas", por ejemplo el estoicismo y el epicureísmo, como versiones debilitadas, erróneas y decadentes de la filosofía socrática, comparadas con sistemas sólidos y "perfectos" de un Platón y un Aristóteles. Este último, sin embargo, de acuerdo con las tendencias del idealismo romántico, tampoco escapó al desprecio de estos historiadores, que vieron en él a un empirista puro, como también lo hicieron con Epicuro. Finalmente, la filosofía de la época imperial fue considerada como una extensión, en nuevas formas, del mismo impulso de pensamiento que se había producido desde finales del siglo IV a.C.
Los aspectos generales de esta visión histórica y, en particular, el papel crucial atribuido a Sócrates aún hoy han dejado huellas. Observamos, sin embargo, que en general se impuso una valoración mucho más positiva del conjunto de filosofías que hoy llamamos "helenísticas" (con un alcance cronológico más estricto o más amplio), mientras que fueron consideradas en el siglo XIX y durante mucho tiempo, incluso en el siglo XX como productos bastante decadentes. Éstas fueron sin duda las consecuencias de la opinión negativa formulada por Hegel, aunque hay que tener en cuenta el importante desacuerdo de autores como Droysen, Nietzsche o Marx. (Isnardi Parente, 1985-86).
En realidad, este esquema historiográfico basado en la admiración por la figura de Sócrates se había fraguado en la Antigüedad, y así lo encontramos notablemente en las Vidas de los Filósofos Ilustres de Diógenes Laercio, obra que la crítica actual sitúa remonta a más tardar a principios del siglo III, pero cuyas fuentes son mucho más antiguas. De hecho, Diógenes Laercio conoció una cierta interpretación de la filosofía antigua que hacía que la física y la dialéctica comenzaran antes de Sócrates, al cual consideraba el fundador de la ética y reconocía una especie de autoría socrática en todas las corrientes filosóficas posteriores a Sócrates.
Las afirmaciones de Sócrates pueden ciertamente considerarse constitutivas de la ética antigua y todos los filósofos que le siguieron a mayor o menor distancia temporal han reconocido de un modo u otro su deuda con él. Asimismo, quienes recibieron sus enseñanzas también pudieron considerar que estaban ante un Sócrates resucitado.
Este fue el caso, entre los estoicos, de Epicteto, el antiguo alumno de Musonio Rufo, a quien los críticos modernos consideraban “el Sócrates romano” (Lutz, 1947). Los tres, Sócrates, Musonio y Epicteto, también tienen en común el hecho de no haber dejado constancia escrita de su filosofía: fueron sus discípulos quienes, de un modo u otro, la dejaron escrita para sus contemporáneos y, en última instancia, también para la posteridad. En el caso de Epicteto esta labor fue realizada por Arriano, el famoso político y escritor, quien sin duda fue su discípulo durante su juventud, antes de su nombramiento como cónsul ca. 130, cuando Epicteto ya era relativamente viejo.
Arriano se veía a sí mismo como un “nuevo Jenofonte”, como lo confirma el resto de su producción literaria. En consecuencia, sin duda quiso establecer una conexión entre su maestro y Sócrates, sugiriendo un paralelo entre su propia tarea como discípulo de Epicteto y la de Jenofonte como autor de los Memorables de Sócrates (Gourinat, 2001: 138, n. 5). . No debemos olvidar, sin embargo, que Jenofonte es también para la tradición, el filósofo hombre de acción, lo que refuerza aún más la comparación entre Arriano y Jenofonte (Eunapio, p. 1, 1-9 Giangrande, pasaje que me fue entregado y relatado por R. goleta).
Los orígenes de Epicteto, que enseñó su filosofía en griego, nos sitúan en las regiones periféricas del Imperio Romano, porque sabemos que su tierra natal era Hierápolis (actual Tambouk-Kalessi), en el sur de Frigia. Generalmente acordamos fechar su vida entre el 50 y aprox. 125/130 d.c. Sin duda, Epicteto pasó sus primeros años en Hierápolis, una ciudad (“la ciudad santa”) que era entonces un centro religioso muy importante: si bien era famosa en particular por los misterios de Cibeles (Estrabón XIII 14), también albergaba una comunidad cristiana (Spannut, 1961: col. 599 y sigs.). Por tanto, es fácil imaginar que este entorno debió jugar un papel muy importante en la formación de la espiritualidad de nuestro futuro filósofo (Oldfather, 1979r.: VIII).
Epicteto fue enviado a Roma, probablemente todavía muy joven, como esclavo, la condición social en la que nació. Lo encontramos allí al servicio de Epafrodito, sin duda el liberto de Nerón, quizás su secretario. Este es el testimonio de Suetonio, Vida de Nerón XLIX 5, y Vida de Domiciano XIV 2 (PIR2 E 69 y Weaver, 1994). La calidad moral de este personaje parece haber sido execrable. Sin duda no es casual que en la memoria de Epicteto, Epafrodito aparezca siempre como un mal ejemplo (Analectas I 1, 20; 9, 19; 19, 19-21; 20, 11-12; 26, 11-12). Según la tradición, relatada en el siglo III por Orígenes, que siguió a Celso (test. 17 Schenkl), y confirmada un siglo más tarde por Gregorio Nacianceno y su hermano Cesáreo (test. 31-35 Schenkl), Epicteto habría quedado cojo debido a la brutalidad de su maestro (presumiblemente Epafrodito).
Pedro Pablo Fuentes González
La lampe d'Épictète ou le choix inaliénable
Fortunatae, n.º 15 (enero), 61-82.
Traducido: Yerko Isasmendi
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