El Liberalismo - II



Tal "cielo" es el fruto de la unión de la termimología cristiana con la mundanalidad ordinaria, y no convence a nadie que se dé cuenta de que es imposible llegar a un compromiso en tales asuntos fundamentales; ni el verdadero cristiano ortodoxo ni el nihilista consecuente de dejan seducir por ella. Pero el compromiso del humanismo es, en todo caso, menos convincente. Aquí apenas existe la pretensión de que la idea corresponda a la realidad; todo se conviertye en metáfora y retórica. El humanista ya no habla del cielo en absoluto, al menos en serio; pero sí se permite hablar de lo "eterno", preferiblemente en forma de figura retórica resonante: "verdades eternas", "espíritu eterno de los hombres". Uno puede preguntarse con justicia si la palabra tiene algún significado en tales frases. En el  estoicismo humanista, lo "eterno" se ha reducido a un contenido tan tenue y frágil que resulta prácticamente indistinguible del nihilismo materialista y determinista que inteneta, con alguna justificación, seguramenre, destruirlo.

En cualquier caso, en el del liberal "cristiano" o en el aún más liberal humanista, la incapacidad de creer en la vida eterna tiene su raíz en el mismo hecho: creen sólo en este mundo, no tienen experiencia ni conocimiento ni fe en el otro mundo, y sobre todo, creen en un "dios" que no es lo suficientemente poderoso como para resucitar a los hombres de entre los muertos.

Detrás de su retórica, el protestante sofisticado y el humanista son muy conscientes de que no hay lugar para el cielo, ni para la eternidad, en su universo; su sensibilidad completamente liberal, de nuevo, no mira a una fuente trascendente, sino inmanente, de su doctrina ética, y su inteligencia ágil es incluso capaz de convertir este faute de mieux en una apología positiva. Desde este punto de vista, es tanto "realismo" como "coraje" vivir sin esperanza de gozo eterno ni miedo al dolor eterno; para alguien dotado de la visión liberal de las cosas, no es necesario creer en el cielo o el infierno para llevar una "buena vida" en este mundo. Tal es la ceguera total de la mentalidad liberal al significado de la muerte.

Si no hay inmortalidad, cree el liberal, todavía se puede llevar una vida civilizada; "si no hay inmortalidad" -es la lógica mucho más profunda de Ivan Karamazov en la novela de Dostoievski- "todas las cosas son lícitas". El estoicismo humanista es posible para ciertos individuos durante un cierto tiempo: hasta que, es decir, las implicaciones completas de la negación de la inmortalidad golpean a su puerta. El Liberal vive en un paraíso de los tontos que debe derrumbarse ante la verdad de las cosas. Si la muerte es, como creen tanto el liberal como el nihilista, la extinción del individuo, entonces este mundo y todo lo que hay en él -el amor, la bondad, la santidad, todo- son como nada, nada de lo que el hombre pueda hacer tiene una consecuencia última y plena, el horror de la vida se oculta al hombre sólo por la fuerza de su voluntad de engañarse a sí mismo; y ya que "todas las cosas son lícitas", ninguna esperanza o miedo de otro mundo retiene a los hombres de experimentos monstruosos y sueños suicidas. Las palabras de Nietzsche son la verdad y la profecía del nuevo mundo que resulta de esta visión: «De todo lo que antes se consideraba cierto, no se debe acreditar ni una sola palabra. Todo lo que antes se despreciaba como profano, prohibido, despreciable y fatal, todas estas flores ahora florecen en los senderos más encantadores de la verdad»[1].

La ceguera del liberal es un antecedente directo de la moral nihilista, y más concretamente de la bolchevique; porque esta última es sólo una aplicación consistente y sistemática de la incredulidad liberal. Es la ironía suprema de la visión liberal que es precisamente cuando su intención más profunda se habrá realizado en el mundo, y todos los hombres habrán sido "liberados" del yugo de normas trascendentes, cuando incluso la pretensión de creer en el otro mundo se haya desvanecido, es precisamente entonces cuando la vida como la conoce o desea el Liberal se habrá vuelto imposible; porque el "hombre nuevo" que produce la incredulidad sólo puede ver en el Liberalismo mismo la última de las "ilusiones" que el Liberalismo quiso disipar.

También en el orden cristiano la política se basaba en la verdad absoluta. Ya hemos visto, en el capítulo anterior, que la principal forma providencial que adoptó el gobierno en unión con la Verdad Cristiana fue el Imperio Cristiano Ortodoxo, en el que la soberanía recaía en un Monarca, y la autoridad procedía de él hacia abajo a través de una estructura social jerárquica. Veremos en el próximo capítulo, por otro lado, cómo una política que rechaza la Verdad Cristiana debe reconocer al "pueblo" como soberano y entender que la autoridad procede de abajo hacia arriba, en una sociedad formalmente "igualitaria". Está claro que uno es la inversión perfecta del otro; porque se oponen en sus concepciones tanto del origen como del fin del gobierno. La Monarquía Cristiana Ortodoxa es un gobierno establecido divinamente y dirigido, en última instancia, al otro mundo, un gobierno con la enseñanza de la Verdad Cristiana y la salvación de las almas como su propósito más profundo; El gobierno nihilista, cuyo nombre más apropiado, como veremos, es Anarquía, es el gobierno establecido por los hombres y dirigido únicamente a este mundo, un gobierno que no tiene más objetivo que la felicidad terrenal.

La visión liberal del gobierno, como podría sospecharse, es un intento de compromiso entre estas dos ideas irreconciliables. En el siglo XIX, este compromiso tomó la forma de "monarquías constitucionales", un intento, nuevamente, de unir una forma antigua con un contenido nuevo; hoy los principales representantes de la idea liberal son las "repúblicas" y las "democracias" de Europa Occidental y de América, la mayoría de las cuales conservan un equilibrio bastante precario entre las fuerzas de la autoridad y la Revolución, mientras profesan creer en ambas.

Por supuesto, es imposible creer en ambas con la misma sinceridad y fervor, y de hecho nadie lo ha hecho nunca. Los monarcas constitucionales como Luis Felipe pensaban hacerlo profesando gobernar "por la gracia de Dios y la voluntad del pueblo", una fórmula cuyos dos términos se anulan mutuamente, un hecho tan evidente para el anarquista [2] como para el monárquico.

Ahora bien, un gobierno es seguro en la medida en que tiene a Dios por fundamento y a Su Voluntad como guía; pero esto, seguramente, no es una descripción del gobierno liberal. En el punto de vista liberal, es el pueblo quien gobierna, y no Dios; Dios mismo es un "monarca constitucional" cuya autoridad ha sido totalmente delegada al pueblo, y cuya función es enteramente ceremonial. El liberal cree en Dios con el mismo fervor retórico con el que cree en el cielo. El gobierno erigido sobre tal fe es muy poco diferente, en principio, de un gobierno erigido sobre la total incredulidad, y cualquiera que sea su actual residuo de estabilidad, apunta claramente en la dirección de la anarquía.

Un gobierno debe gobernar por la Gracia de Dios o por la voluntad del pueblo, debe creer en la autoridad o en la Revolución; sobre estos temas, el compromiso es posible sólo en apariencia y sólo por un tiempo. La Revolución, como la incredulidad que siempre la ha acompañado, no puede detenerse a medias; es una fuerza que, una vez despierta, no descansará hasta terminar en un Reino totalitario de este mundo. La historia de los dos últimos siglos nos lo ha demostrado. Apaciguar la Revolución y ofrecerle concesiones, como siempre han hecho los liberales, demostrando así que no tienen una verdad con la que oponerse a ella, es quizás posponer, pero no impedir, la consecución de su fin. Y oponerse a la Revolución radical con una Revolución propia, ya sea "conservadora", "no violenta" o "espiritual", no es simplemente revelar la ignorancia del alcance total y la naturaleza de la Revolución de nuestro tiempo, sino que admitir también el primer principio de esa Revolución: que la vieja verdad ya no es verdadera y que una nueva verdad debe ocupar su lugar. Nuestro próximo capítulo desarrollará este punto definiendo más de cerca el objetivo de la Revolución.

En la cosmovisión liberal, por lo tanto, en su teología, su ética, su política y en otras áreas que no hemos examinado tan bién, la verdad se ha debilitado, suavizado, comprometido; en todas las esferas la verdad que alguna vez fue absoluta se ha vuelto menos cierta, si no del todo "relativa". Ahora bien, es posible —y esto equivale de hecho a una definición de empresa liberal— conservar durante un tiempo los frutos de un sistema y una verdad de la que se duda o se es escéptico; pero no se puede construir nada positivo sobre tal incertidumbre, ni sobre el intento de hacerla intelectualmente respetable en las diversas doctrinas relativistas que ya hemos examinado. No hay ni puede haber una apología filosófica para el liberalismo; sus apologías, cuando no son simplemente retóricas, son emocionales y pragmáticas. Pero el hecho más sorprendente sobre el liberal, para cualquier observador relativamente imparcial, no es tanto la insuficiencia de su doctrina como su propio aparente olvido de esta insuficiencia.

Este hecho, que es comprensiblemente irritante para los críticos bien intencionados del liberalismo, sólo tiene una explicación plausible. El liberal no se ve perturbado ni siquiera por las deficiencias y contradicciones fundamentales de su propia filosofía porque su interés principal está en otra parte. Si no le preocupa fundar el orden político y social en la Verdad Divina, si es indiferente a la realidad del Cielo y el Infierno, si concibe a Dios como una mera idea de un vago poder impersonal, es porque está más interesado en los fines mundanos, y porque todo lo demás es vago o abstracto para él. El liberal puede estar interesado en la cultura, el aprendizaje, los negocios o simplemente en la comodidad; pero en cada una de sus búsquedas la dimensión de lo absoluto simplemente está ausente. No puede, o no quiere, pensar en términos de fines, de cosas últimas. La sed de la verdad absoluta se ha desvanecido; ha sido absorbido por la mundanalidad.

En el universo liberal, por supuesto, la verdad —es decir, el aprendizaje— es bastante compatible con la mundanalidad; pero la verdad es más que aprender. «Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz»[3]. Nadie ha buscado correctamente la verdad que no haya encontrado al final de esta búsqueda, ya sea para aceptarlo o rechazarlo, a nuestro Señor Jesucristo, «el Camino, la Verdad y la Vida», Verdad que se opone al mundo y es un oprobio para toda la mundanalidad. El Liberal, que piensa que su universo está seguro contra esta Verdad, es el "hombre rico" de la parábola, sobrecargado por sus intereses e ideas mundanas, no dispuesto a renunciar a ellos por la humildad, la pobreza y la bajeza que son las marcas del genuino buscador de la verdad.

Nietzsche ha dado una segunda definición de nihilismo, o más bien un comentario sobre la definición "no hay verdad"; y es decir, "no hay respuesta a la pregunta: '¿por qué?'"[4]. El nihilismo significa entonces que las preguntas últimas no tienen respuestas, es decir, no tienen respuestas positivas; y el nihilista es el que acepta el "no" implícito que supuestamente da el universo como respuesta a estas preguntas. Pero hay dos formas de aceptar esta respuesta. Está el camino extremo donde se explicita y amplifica en los programas de Revolución y destrucción; esto es el nihilismo propiamente dicho, nihilismo activo, porque - en palabras de Nietzsche - «El nihilismo es ... no solo la creencia de que todo merece perecer; sino que uno realmente pone el hombro en el arado; uno destruye»[5]. Pero también hay un camino "moderado", que es el del nihilismo pasivo o implícito que hemos examinado aquí, el nihilismo del liberal, del humanista, del agnóstico que, coincidiendo en que "no hay verdad", ya no formula las últimas preguntas. El nihilismo activo presupone este nihilismo de escepticismo e incredulidad.

Los regímenes totalitarios nihilistas de este siglo han emprendido, como parte integral de sus programas, la despiadada "reeducación" de sus pueblos. Pocos sujetos a este proceso durante algún tiempo han escapado por completo a su influencia; en un paisaje donde A es una pesadilla, el sentido de la realidad y la verdad de uno inevitablemente se altera. Una "reeducación" más sutil, bastante humana en sus medios pero sin embargo nihilista en sus consecuencias, se ha practicado durante algún tiempo en el mundo libre, y en ninguna parte con más persistencia o eficacia que en su centro intelectual, el mundo académico. Aquí la coerción externa es reemplazada por la persuasión interna; reina un escepticismo mortal, escondido detrás de los restos de una "herencia cristiana" en la que pocos creen, y menos aún con profunda convicción. La profunda responsabilidad que alguna vez tuvo el erudito, la comunicación de la verdad, ha sido renegada; y la pretendida "humildad" que busca ocultar este hecho detrás de sofisticadas charlas sobre "los límites del conocimiento humano", no es más que otra máscara del nihilismo que el académico liberal comparte con los extremistas de nuestros días. Jóvenes que, hasta que sean "reeducados" en el entorno académico, todavía tengan sed de verdad, se les enseñe en lugar de la verdad la "historia de las ideas", o su interés se desvía hacia estudios "comparativos" y el relativismo omnipresente y el escepticismo inculcado en estos estudios es suficiente para matar en casi todos la sed natural de verdad.

El mundo académico, y estas palabras no se pronuncian con ligereza ni facilidad, se ha convertido hoy, en gran parte, en una fuente de corrupción. Es corruptor escuchar o leer las palabras de hombres que no creen en la verdad. Es aún más corrupto recibir, en lugar de la verdad, más conocimientos y erudición que, si se presentan como fines en sí mismos, no son más que parodias de la verdad a la que estaban destinados a servir, no más que una fachada detrás de la cual no hay sustancia. Es, trágicamente, corruptor incluso estar expuesto a la virtud primaria que aún le queda al mundo académico, la integridad del mejor de sus representantes, si esta integridad sirve, no a la verdad, sino a la erudición escéptica, y así seduce a todos los hombres tanto más efectivamente al evangelio del subjetivismo y la incredulidad que oculta esta erudición. Es corruptor, finalmente, simplemente vivir y trabajar en una atmósfera totalmente impregnada de una falsa concepción de la verdad, donde la Verdad Cristiana es vista como irrelevante para las preocupaciones académicas centrales, donde incluso aquellos que todavía creen en esta Verdad sólo pueden hacer oír su voz esporádicamente escuchado por encima del escepticismo promovido por el sistema académico. El mal, por supuesto, reside principalmente en el sistema mismo, que se basa en la falsedad, y sólo incidentalmente en los muchos profesores a quienes este sistema permite y anima a predicarlo.

El Liberal, el hombre mundano, es el hombre que ha perdido la fe; y la pérdida de la fe perfecta es el principio del fin del orden erigido sobre esa fe. Los que buscan preservar el prestigio de la verdad sin creer en ella ofrecen el arma más poderosa a todos sus enemigos; una fe meramente metafórica es suicida. El radical ataca la doctrina liberal en todos los puntos, y el velo de la retórica no protege contra el fuerte empuje de su afilada hoja. El Liberal, ante este ataque persistente, cede punto tras punto, obligado a admitir la verdad de los cargos que se le imputan sin poder contrarrestar esta verdad negativa y crítica con ninguna verdad positiva propia; hasta que, después de una transición larga y generalmente gradual, de repente se despierta para descubrir que el Viejo Orden, indefenso y aparentemente indefendible, ha sido derrocado, y que una nueva, más "realista" y más brutal verdad ha salido a la cancha.

El liberalismo es la primera etapa de la dialéctica nihilista, tanto porque su propia fe está vacía, como porque este vacío llama a ser una reacción aún más nihilista, una reacción que, irónicamente, proclama aún más fuerte que el liberalismo su "amor por la verdad, "mientras lleva a la humanidad un paso más allá en el camino del error. Esta reacción es la segunda etapa de la dialéctica nihilista: el realismo.


Parte I

Padre Seraphim Rose
Fuente: Nihilism. The Root of the Revolution of the Modern Age
Traductor: Yerko Isasmendi


Notas:

1) Voluntad de Poder, p.377
2) Ver, por ejemplo, las observaciones de Bakunin sobre Louis Napoleon en G. P. Maximoff, ed., The Political Philosophy of Bakunin, Glencoe, Illinois, The Free Press, 1953, p. 252.
3) San Juan XVIII, 37
4) Voluntad de Poder, p.8
5) Ibid., p.22

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